por Cristina Bosco y Crypt Vihâra
CARA A: “Oh pequeño muble” plantea un contexto en el que sólo se placearan los soliviantados, aquellos que, al menos una vez, hendieron las puertas de sus entrañas. Estas endechas transfiguradas nos preguntan con sus gañidos qué vemos en ellas, y como arquetipos huraños, despiertan en nosotros la incertidumbre incómoda de la realidad que vivimos aprisionada a cal y canto por sus constreñidos esfínteres. “Te meto un truño por el culo” resulta así, una composición notable bordada de chiflas imprecisas y percusiones viciadas que junto a los voquibles discordantes marcan el carisma personal de Mubles. Unas sacudidas, tañidos y repiqueteos pavorosos hacen de “Me masturbo en mi mierda” un verdugazo sonoro y onánico de calidad incomparable. Reflejo, o cárcel, las inmoladas canciones de Mubles encierran un chiribitil prieto y una incógnita angosta difíciles de hender. Si algo caracteriza la expresión férrea y estilada de Mubles en “Mierda y onanismo” es esa fijeza sin singularidades que se atreve a estampar a su alrededor al gruño increpante de “esta canción es para hacerme una piola mientras trabajo en Telepoya”. El territorio elegido para hincar su extremado príapo, la mayor o menor hondura del encaje y su gradual bies, son sus elementos diferenciadores. Mubles es posiblemente uno de los grupos más embutientes y conturbados que se presentan en nuestro ibérico proscenio para impeler su polución; de la ruda vaguedad de su mensaje “quisiste mierda y te di mis heces” nace la efigie de una axiomática caterva de machos: los que se saben coritos a culo pajarero y diligentes en la práctica del coito anal.
CARA B: Contra la jactancia de los ruidistas teorizantes y de la de los especulativos, contra la estólida majadería de críticos y distribuidoras, Grassa Dato nos devuelve una visión subterránea, fonda, más abisal y mejor acentuada que la que se puede escupir sobre la tenebrosidad y sobre uno mismo. “Los que habitan en la oscuridad” nos traen la congoja tremenda del bisbiseo de Kaymakli y Derinkuyu, lo que se oculta en la lobreguez más común y surge como refutación a una concupiscencia milenaria de remedar nuestro halito interior con el máximo candor. Abrazando la penalidad, o el júbilo, según los casos, para hocicar, para buscar su arcano, disfrazado de humildad o de arrogancia en sus frecuencias más agudas, en el derroque de sus resonancias tenaces y en los desmigajes diáfanos de chirridos raspados que van y vienen. Más allá de la presencia y el predicamento que en los últimos tiempos sobreviene a la obra de Grassa Dato, la eufonía ciclópea e inhumana de “Los que habitan en la oscuridad” como el jífero en su trajín bien vale un continuo y repetido escrutinio. Esta obra está inscrita por una amena pluralidad de disgresiones que disienten, acrilosando sus cadencias inarmónicas, para consumarse en la elipsis afónica de su acabamiento.